RELATOS DOMINICALES
Miguel Valera
Los sábados
eran días especiales para don Julián. Beatriz, su mujer, le sacaba del comal
tortillas de mano y le daba la salsa de chicharrón que tanto le gustaba. Luego,
como si de un ritual se tratara, se persignaba frente a las imágenes de San
Juditas y la “Santita” que tanto veneraba y salía a comprar su boleto de
lotería. En esta ocasión, le advirtió a su mujer, iría a cobrar la pensión que
el Presidente le había mandado y haría una parada en Catedral para intentar
tocar la reliquia de San Judas Tadeo, expuesta en una urna que venía desde
Roma, la ciudad eterna. Su mujer,
creyente de realidades terrenas, del afecto en efectivo, lo miraba con recelo
cuando iniciaba su caminata, sin decir nada, pero pensando en aquello de que “a
qué le tiras cuando sueñas mexicano”. Así, sin decir más, se metía a la cocina
de nuevo para preparar la comida de la tarde. Mientras caminaba, Julián pensaba
en su número de la suerte, el 7, porque un día escuchó a un cura decir que ese
número significaba la perfección de Dios, ya que en siete días había creado el
mundo. En esa
lógica creía que un día, el siete, con todas sus variantes y acomodos, le daría
el premio mayor. En esta ocasión pensó en los 40 millones del “Gran Sorteo
Especial” de la Lotería Nacional para el domingo 15 de septiembre. Primero me
iré de viaje con mi Beatriz; la llevaré a comer pizza al “Hay Mami”, esa
pizzería que le recomendó su hijo mayor cuando viajó a Italia. En realidad, se
refería a “Ai Marmi”, una pizzería ubicada en el número 53 de la calle
principal del Trastevere. Era su primer sueño. Lo demás, una casa nueva, un
coche de lujo y disfrutar la vida en grande. Luego de
comprar su boleto con 7, 9 o 14, porque pensaba que esas combinaciones un día
le darían el premio mayor, se fue a formar a la fila para cobrar su pensión.
Era larga, muy larga pero no tanto como la que tenía que hacer para tocar la
urna donde reposaba el hueso del santo que fue apóstol de Jesucristo. ¿Qué
sería de nosotros sin este dinerito que nos manda el presidente?, pensaba. Ese
hombre es un santo, un enviado del altísimo. Muchos ya habríamos muerto de
hambre sin este apoyo que nos da, Dios lo bendiga, decía en su interior, sin
pensar que ese dinero era fruto de los impuestos de otros mexicanos. Luego de
acomodar el dinero en su cartera sacó una tarjetita con una oración y le rezó a
la “niña blanca”, “la santita”, su protectora, “Danos de tu protección, de tu
bendición, de tu luz, de tu fuerza y de tu fortaleza. Tú sabes nuestras
necesidades y escuchas las oraciones que te hacemos con amor, recíbelas y danos
más fuerza”. Así, con ese espíritu llegó a la fila kilométrica para entrar a
tocar la reliquia de San Juditas. Hijo de la intemperie, don Julián le pediría
cobijo, protección, cuidado y ¡claro!, que le concediera el milagro de sacarse
la lotería para poder llevar a pasear a Beatriz, su esposa. Como lo
hacía cada 28 de mes, cuando le llevaba una veladora o unas flores, sacó la
oración de su cartera y elevando los ojos al cielo le dijo: “Querido San Judas,
señor de los casos difíciles, requiero tu bondadosa ayuda. Aleja las
enfermedades desconocidas, aquellas que son causadas por envidias, mal de ojo o
brujería. Sana todo mi ser, desde la partícula más pequeña de mi ser, hasta la
más grande. Gracias Santísimo Patrono San Judas por escuchar mi ruego”. Se
quedó quieto, en silencio, mientras la multitud, cargando sus penas en hombros,
caminaba rumbo al hueso sagrado del santo que fue compañero de apostolado de
Jesucristo hace más de 2 mil años.
