RELATOS DOMINICALES
Miguel Valera
Se llamaba
Zenón y era un tipo recio, de cabello rizado, trigueño —así suelen decirles a
los de piel amarilla oscura como la del trigo maduro—. Era de Cosamaloapan y
quería ser sacerdote católico. Empezó a dudar luego de que un paisano suyo, ya
ordenado, se enamoró de una mujer, dejó los hábitos y terminó vendiendo aguas
frescas y nieves en el quiosco del Parque Central “General Marcos Carrillo
Herrera” en “cosamala”, como los originarios de ese pueblo suelen llamarla. Conversábamos
regularmente mientras caminábamos en una terracería con dos hileras de pinos en
donde el ulular del viento —nos decíamos entre nosotros, era como el grito de
las ánimas en el purgatorio—. No nos daba miedo. Al contrario, nos parecía
interesante. Ese camino, sabíamos, estaba lleno de historia. Por ahí tenía un
rancho el famoso pistolero Felipe “El Indio” Lagunes y en ese mismo pinar se
escuchaban de vez en vez balaceras. No nos daba miedo, porque nos sentíamos
protegidos a pesar de que la Colonia Progreso crecía aceleradamente. Bueno,
protegidos era poco. Nos sentíamos consentidos de Dios y del mundo. Sí, Dios
nos había elegido, nos había sacado de la escoria del mundo para ser sus
misioneros, sus pastores, sus profetas y predicadores. No éramos dos muchachos
comunes que estudiábamos filosofía en el entonces seminario interdiocesano “Rafael Guízar y Valencia”, sino que éramos
“elegidos”, “predilectos de Dios”. Zenón, le
decía mientras caminábamos con algún libro en mano, “¿Podría Aquiles, el
corredor más rápido de la historia de Grecia, ganarle una carrera a una
tortuga? Sonreía, mostrando su gran mazorca facial. Sabía que me refería a la
paradoja de Zenón de Elea, un filósofo griego, alumno predilecto del famoso
Parménides, quienes vivieron por allá del 495 antes de Cristo. El filósofo
sostenía que como el espacio es infinitamente divisible, Aquiles nunca podría
alcanzar la meta en un tiempo finito. El hombre de Elea que pretendía sustentar
una oposición a la validez del espacio y la realidad del movimiento. En esa
época no entendíamos bien a bien de qué se trataba todo esto, pero nos
divertíamos, caminando en ese pinar único, que me recordaba un haiku de Octavio
Paz: “Hecho de aire / entre pinos y rocas / brota el poema”. Una tarde
noche de domingo, luego de bajar del camión, para caminar de la carretera
federal al Seminario en ese pinar que parecía boca del lobo, un hombre intentó
asaltar al buen Zenón. Como no se dejó, el ladrón le metió unas diez puñaladas
en el cuerpo, tocando el estómago y el corazón. Quedó tirado en la oscuridad de
ese camino hasta que otros compañeros lo encontraron, lo reconocieron y
llamaron una ambulancia. Murió
ahogado en la sangre que le brotó por todos lados. En lugar de sonrisa, sus
grandes dientes formaban una mueca en su rostro. En sus ojos vidriosos ya no se
veía la vida, el deseo o la esperanza. Sus compañeros le lloramos al lado de
sus padres y su familia. Con su muerte se fueron sus sueños. El asesino aún vive,
aunque tiene problemas para dormir, la sangre del buen Zenón lo persigue. No
tengo duda.
